
Por Rafael Benítez Arroyo
Párroco de Trigueros
La liturgia de la Iglesia intenta que las celebraciones de estos días se ajusten lo más precisamente posible al contenido de lo que celebramos. Tras la contemplación de la muerte de Jesús, se hace el silencio. Qué podemos decir que no resulte casi una frivolidad ante el cuerpo exánime del inocente. Cualquier palabra que no sea el reconocimiento de la propia responsabilidad y de la propia culpa ante el mesías crucificado sonará como inoportuno chirrido, como el rasgarse de una tela, como un bufido extemporáneo. “Realmente este hombre era hijo de Dios” dijo el centurión, el pagano, ajeno a todas las tramas que habían urdido las autoridades de uno y otro lado. Qué más, quién más podría hablar con sentido ante lo inenarrable.
Hemos llegado al final de un largo camino, hemos subido al monte, lugar dónde suceden siempre cosas extraordinarias (Tabor, Sinaí, Gólgota) y, ante lo que sucede, no es posible otra postura que la del salmista, “misericordia, Dios mío, por tu bondad, pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado…”. Hay quien, ciego y sordo, se dirigirá al crucificado exigiendo cosas y hay quién se colocará ante Él desde la humildad, no tengo derecho a nada, no soy nadie, pequé y tengo siempre presente mi condición de pecador, pero acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Y después el silencio y la tumba, el que nació de unas entrañas vírgenes, reposa en un sepulcro virgen “dónde no habían enterrado a nadie todavía”. Allí esperará el nuevo renacer, éste para la eternidad de la resurrección. Y nos concierne más de lo que nunca nos atrevimos a sospechar. La Iglesia, los cristianos, el mundo guarda silencio mientras tanto.
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